Se ha quedado muy delgado, y un aire lánguido y mimoso, como de niño desvalido -que él fuerza teatralmente parodiándose a sí mismo-, acompaña a una voz cansada que derrama en susurros. Pero este Antonio Gala más frágil y más cercano de trato que nunca, como si la enfermedad que le quebranta el cuerpo hubiera caldeado más su corazón, conserva la mejor parte del Gala de siempre: la belleza de la expresión, algo dispersa ahora, el punzante sentido del humor y la brillantez de las ideas. Es como si el escritor hubiera hecho un pacto con la vida y la muerte, dispuesto a saborear la existencia y a resistir con quebradiza contumacia hasta el final.
Esta mañana de nuestro encuentro, por supuesto en la Fundación de sus amores, Antonio Gala está feliz. No solo por disfrutar de unos días de mayo en Córdoba, ciudad a la que dice querer “de una manera definitiva, y la prueba de amor más grande que le he dado -proclama- es mi Fundación, lo mejor que yo he hecho”. Además hay otra cosa que le alegra el día, de agenda repleta que torea con soltura amparado en su mala salud de hierro, y es que el antiguo convento del Corpus Christi estrena la campana que le han regalado los Príncipes de Asturias. “Se llama Felizia, por Felipe y Letizia, y lleva grabada la fecha de su boda -explica en el patio, señalando la espadaña desde donde los toques llamarán a capítulo a los pupilos-. Cuando el Príncipe vino a los dos meses de la inauguración vio que faltaba la campana y tomó nota. Las monjas se llevaron hasta las pilas del agua bendita que había en las celdas”.
PREGUNTA: ¿Cómo está usted? ¿Se encuentra bien de salud?
RESPUESTA: De salud muy mal; de memoria, perdida. Y hay muchas cosas que es bueno que se olviden, pero hay otras imprescindibles de recordar. No me acuerdo ni del nombre del gran poeta alemán que dijo que Ronda era la ciudad serena. ¿Te acuerdas de él?
P: Pues…
R: …Rilke, era Rilke.
P: Más que desmemoriado, lo encuentro bromista esta mañana. ¿Me va a tomar mucho el pelo?
R: No, me ha venido luego (se excusa con sonrisa pícara).
P: La última vez que lo entrevisté, con motivo de su ingreso en la Academia cordobesa como académico de honor, afirmó que no se gustaba nada, y que tenía que engañarse a sí mismo para creer que podía seguir dando de sí. Espero que haya remontado el vuelo.
R: Ahora no me siento así. La Fundación me ha levantado. Ha influido en mí, es mi heredera universal y mi único hijo. Pero es un hijo tan múltiple que me enriquece. La Fundación está hecha sobre un pedestal que es la fecundación cruzada; en el sentido de que los escritores tienen que aprender de los pintores y los pintores de los escultores y todos de los músicos. Y se produce de una manera tan natural, hay una reciprocidad tan grande en la convivencia que está siendo ya copiada. Va a haber otra fundación en Portugal. Y va a haber otra en la Córdoba argentina, que me adora, y donde me sucedió una anécdota que cuento por primera vez. Era un momento crucial en Argentina, habían salido de la horrible opresión de los militares y estaban todavía doloridos. Tuve que hablar en un estadio de fútbol porque no se cabía en la universidad, y al terminar oí un siseo, ssssoooo, ssssoooo. “¿Pero qué dicen? ¿Están disconformes?”. Y el rector me contestó que estaban diciendo: “Vos sos Dios”.
P: No cabe mayor consagración de la palabra ni más adoración.
R: Ni más humillación, porque yo sé lo que soy. Pero me di cuenta de que cuando se habla con el corazón son los corazones los que escuchan. Tenemos la obligación de ser lo que somos y de dar todo lo que podamos. El proyecto de la humanidad -largo o corto, no depende de nosotros- es la solidaridad. Que todos nos sintamos iguales sea cual sea el color de nuestra piel y los estudios que hayamos hecho. Yo he cambiado tanto de estudios, Dios mío…
Estamos sentados en el despacho a él reservado en la Fundación, una estancia armoniosa con amplias estanterías donde conviven amistosamente libros y fotografías de Gala con personajes importantes y amigos. Sobre la enorme mesa de trabajo, aparte de agua y un paquete de Marlboro, reposa el bastón escogido para hoy por el escritor –que sin báculo, más como amuleto que como apoyo, no va a ningún sitio desde que era joven-. Este tiene por empuñadura una cabeza de león, tallada en una piedra llamada ojos de tigre, y perteneció a Manolete. “Se lo había tirado al ruedo un admirador en México -cuenta-, y Angustias me lo mandó con uno de los cuñados una vez que me oyó hablar de Córdoba en el programa de TVE 300 millones”.
P: A parte de sus “troneras”, ¿qué escribe ahora?¿Concluyó la obra de teatro que iba a hacer para la actriz Amparo Baró?
R: No. Me gustaría escribir algo que tenía pensado, que podría ser teatro o podría ser una novela muy acotada y con diálogos de teatro. Se llamaría El lazarillo ciego, que es el amor, ese lazarillo al que si no seguimos nos equivocamos.
P: Muchos estarían encantados con unas memorias suyas. Supieron a poco aquellas confidencias que tituló, hace doce años ya, Ahora hablaré de mí. ¿Seguirá hablando de usted?
R: El último libro que voy a escribir, si lo escribo, que sea hablar de mí me produce una pena enorme. Mi vida es una vida absolutamente imbécil, casi todas las vidas lo son. Pero la mía es una vida contradictoria, múltiple, casi no es mi vida. Mi vida era colaborar en la de los demás. Solo cuando hacemos la suma final nos damos cuenta de lo que hemos hecho. Y yo no he pensado en mí seriamente ni un solo momento, siempre he pensado en hacer feliz a alguien.
P: ¿Al lazarillo ciego?
R: Sí, claro. Y al principio en hacer feliz a mí madre, que no lo conseguí. Y a mi padre, al que hice feliz y no me di cuenta -añade entristecido-. Somos como miopes, andamos a tientas y es bueno que andemos a tientas porque así nos tocamos los unos a los otros. Y esa es la razón de la Fundación, cada uno comenta lo que hace y los demás comentan lo que él hace, como en la Florencia renacentista. Pensar que Boticelli pusiera un restaurante con Leonardo es inverosímil y, claro, fue un fracaso horroroso (ríe). Pero ellos se entendieron, qué importa que la comida del restaurante fuera mala.
Hablar del pasado de Antonio Gala -también de su presente, como demuestra siempre que puede- es hablar de Córdoba, de esa Córdoba de Gala reflejada en la compilación de textos así titulada en el 2003 por la profesora y académica Ana Padilla. Una Córdoba amada en la distancia, que todo lo idealiza, desde Madrid o desde Alhaurín de la Torre, donde pasa largas temporadas en su finca La Baltasara.
P: ¿Cómo era la Córdoba de su infancia?
R: De pequeño estaba el ama Amalia, que era Córdoba para mí. Y estaba Cultura Española, enfrente del antiguo colegio de las Esclavas; eran los hermanos de La Salle los que llevaban el colegio y unos estaban más preparados que otros. Los curas eran partidarios de ponernos a pelear y echar pulsos. Yo era el primero, compitiendo con Antonio Garrote, hijo de un abogado del Estado, y él tenía su grupo y yo el mío. De manera misteriosa los grupos se juntaron hacia tercero de Bachillerato. Fue un curso excepcional en la historia del colegio.
P: ¿Y qué más recuerda de la ciudad de entonces?
R: Recuerdo que el ama me llevaba a los oficios de la Mezquita para que yo la viera. Ella me adivinaba mucho, y yo tengo mucho del ama. Luego me traicionó -denuncia con gesto compungido-. Me fui a vivir en Madrid a un apartamento, que había sido del guionista Rafael Azcona y estaba en la primera casa de la calle Prim. Le pedí a mi madre que me cediera al ama, y el ama se vino conmigo. Pero un día me dijo: “Antonio, es que una a esta edad no se acostumbra a vivir a lo pobre”. Me pidió que la dejara volver con mi madre. Y lloré tanto…
P: Por lo que cuenta, aquel apartamento debía de estar junto al Café Gijón. ¿Figuraba usted entre su famosa clientela?
R: Nunca jamás he estado entre su clientela. No me gustaba ver a la gente alardear de lo que estaba escribiendo; yo era un ser íntimo. Luego me he abierto a demasiada gente, pero entonces solo dejaba entrar en mi intimidad al ama. Y me traicionó. Pero te contaba que mi ama me llevaba de pequeño y yo le decía por ejemplo: “Tengo ganas de orinar” (finge una vocecita infantil). Y me sacaba despacito al Patio de los Naranjos. Yo me salía del acto religioso y me iba a las columnas, al sitio donde estaba lo árabe, porque me encontraba más libre.
P: Nunca habla de Brazatortas, donde vino al mundo. Y eso gusta tan poco a los de allí que en la casa donde nació han colgado una placa con mucha guasa que dice: “Aquí nació el escritor cordobés Antonio Gala”.
R: Yo es que no la conozco. Es que en Brazatortas te da la sensación de que no has nacido más que para que te abofeteen (ríe). Reconozco, claro, que nací allí, pero porque mi madre, una mujer muy guapa, se retiraba cuando estaba embarazada. Ahora hay una impudicia gozosa de estar embarazada. Pero a mi madre -piensa que yo era el penúltimo hijo de cinco- en realidad no le hacía ninguna gracia estarlo.
P: Su padre estaba allí de médico, ¿no?
R: Sí. Mi padre era un buen médico, pero no con vocación de medicina. Él había empezado a hacer ingeniería de caminos. Luego se alegró de que mi hermano Santi fuera el primero de la primera promoción de ingenieros aeronáuticos. Todos tuvimos carreras buenas. La única vez que mi padre me pegó una bofetada fue cuando, al acercarse a mi cama para felicitarme por el premio extraordinario que me habían dado en la reválida, le contesté: “¿Y para eso me despiertas?”. Yo quería más a mi madre quizá porque mi madre me quería menos a mí, me gustaba conquistar su amor. El primer poema que publiqué se llamaba Madre. Vi que al leérselo a mi madre se le saltaron las lágrimas a mi padre. No supe lo que mi padre me quería hasta que, con la cabeza perdida por el alzhéimer, me hablaba de mí a mí sin reconocerme ya. Sufrí tanto que me tuvieron que llevar a Fuente Pizarra a hacer una cura de sueño.
P: ¿Cómo eran las calles de su niñez?
R: Se parecían a las de ahora. Menos Claudio Marcelo, que era mi calle; ha venido a menos de una manera tremenda. Las tiendas están cerradas, me da mucha pena pasar por ahí. Toda Córdoba pasaba por aquella Calle Nueva. Las procesiones… Venían los amigos a ver desde mis balcones la cabalgata de Reyes. Papá tenía la consulta en la planta baja, los mayores vivían en la segunda y los niños vivíamos en la tercera. Un día nevó y yo, con seis años, hice una bolita de nieve y la tiré desde la azotea -que tenía el lavadero por un sitio y pájaros de perdiz de mi padre y palomas nuestras por otro-. Y mira qué puntería que le dio a un guardia. Subió el guardia y yo miré a mi hermana Dori, de 17 años entonces y tan absolutamente guapa que yo sabía lo que iba a pasar: niño que mira a su hermana, guardia que entiende que la del pelotazo ha sido la chica y que comprende que a ese bellezón no se le echa una bronca.
P: Pero hay que ver lo astuto que era usted ya de niño.
R: Era autodefensivo, porque yo creía que todo el mundo me declaraba la guerra. Era tan feo… La gente llegaba a casa y le decía a mi madre: “María de la Adoración, pero qué hijos más guapos tienes”. Dori, la primera; Luis, con los ojos grises tan hermosos; luego Santi Gala, Manolo Gala, que tengo una foto de él en mi mesilla de noche… Y al llegar a mí decían: “Bueno, este es mono también”. En aquella casa señorial de estilo modernista, como tantas otras de la Calle Nueva, el padre de aquel niño retraído ante cuya mirada nada escapaba se reunía en tertulias con la flor y nata de la época, que entonces eran sobre todo flamencos y toreros. “Almorzábamos los jueves con algún personaje interesante. Mi madre no asistía -era de Segovia y sus costumbres eran castellanas-. Invitaba a cantaores, yo conocí a Mairena con siete años”. Recuerda que un día fue Manolete, “que no iba a ningún sitio”. “Yo le pregunté qué era lo más duro de una corrida. ‘Muchas cosas -respondió-, el traje que te aprieta, el calor, la gente que chilla y el no saber por qué chilla. Pero lo más duro es que la gente de sol tampoco te esté comprendiendo’. Yo había oído decir que era como mudo, pero aquel día no paró de hablar”.
P: Mencionaba antes a su hermano Luis, cuya muerte prematura tengo entendido que le marcó. ¿Fue así?
R: La muerte de Luis transformó la casa. Murió en Madrid, estudiaba primero de Medicina y tuvo una meningitis. Era muy guapo y con una risa muy clara. Recuerdo verlo llorar porque sus compañeros de curso crecían y él no, y al cumplir 13 años de pronto se puso en 1.80. Mi madre volvió de Madrid absolutamente enlutada, y ya no fue nunca la misma.
P: ¿Usted tampoco?
R: Yo sentí el aleteo de la muerte. Y sentí que lo que nos contaban en los ejercicios espirituales que nos daban y que no nos apetecían probablemente era verdad. Ya estoy solo, todos se han muerto antes que yo. Estoy lleno de rajas desde el primer momento; por ir al Rocío me dieron no sé qué medicina para quitarme un dolor y aquello que era apendicitis se convirtió en peritonitis. Luego me volvieron a abrir, esa vez el estómago. Un día, en un almuerzo que daba tuve un dolor horrible, me arrastré como pude al dormitorio y el único que entendió mi gravedad fue mi perrillo Troylo. Tuve una perforación del duodeno y era mortal. Pero me operaron a vida o muerte en la clínica Los Nardos y me salvé. Cuando me desperté me preguntó el cirujano cómo estaba. “No puedo mover las piernas…”. Y entonces tira de la sábana y oigo su carcajada. Fíjate cómo habría sido la cosa de importante que ni siquiera me habían quitado los calzoncillos, me los habían bajado, y no podía mover las piernas.
P: Al preguntarle por la muerte de su hermano me ha venido a la mente el lamento de Pablo García Baena, aún hoy, por la también prematura muerte del suyo. Y, con él, el recuerdo de Cántico, grupo al que a usted le hubiera gustado unirse de joven sin conseguirlo.
A mi padre no le gustaba que… Él me quería apasionadamente, yo era su niño, aunque no le pareciera muy masculino eso de decir “te quiero”. Y a mi padre le hacían comentarios y no le hacía gracia que yo saliera con los chicos de Cántico.
P: ¿Porque la mayoría eran homosexuales?
R: Supongo. Yo era un niño. Cuando empecé a salir con ellos tendría 12 años, no les interesaba nada yo. Ellos salían para hablar de sus conquistas y de sus cosas, no hablaban de literatura, no hablaban de pintura, aunque eran grandes poetas y pintores. Un precedente de la Fundación es ese. El único que me hablaba de literatura era Ricardo Molina, que era profesor de la Academia Espinar. Me decía: “Tienes mucha personalidad y tienes que cultivarla, no tienes por qué relacionarte con nosotros que tenemos todos la misma”. Salía con él. “Vente que te voy a invitar a una boda porque un discípulo mío se casa”, me decía. Y si me daban cacahuetes, “¿Ves? Te están diciendo que eres muy mono”. Me hacía mucha gracia.
Según le gusta recordar al propio escritor, encantado con su precocidad, a los cuatro años y medio escribió su primer cuento, sobre un gato -que al padre le gustó tanto que le levantó un castigo-; a los siete su primera pieza teatral; a los 15 se estrenó como conferenciante, y a esa misma edad empezó la carrera de Derecho. O sea, que de acuerdo con estas cuentas –a algunos no les cuadran- aquel joven retraído se perdió el disfrute de los mejores años viviendo por delante de su tiempo. “Me los perdí –reconoce–, pero eso me ha hecho conservar una cierta idiocia infantil toda mi vida, la curiosidad, la torpeza semifingida, y todo eso me ha resultado, porque quizá solo un niño puede atravesar las dificultades más grandes: la muerte de una madre, el desvanecimiento de una posición social, el hundimiento de un país que entra en guerra…”.
P: De la guerra tendrá pocos recuerdos si nació en el 36, ¿no? Salvo que, perdóneme la maldad, naciera en 1930 como sostienen en Córdoba algunos condiscípulos suyos. ¿Se puede saber cuándo nació exactamente?
R: Es que no lo sé ni yo -zanja riendo-. Tengo recuerdos de una edad en que se cree la gente que eres tonto. Me acuerdo de un bombardeo al final de la guerra. Una señora que bajó al sótano de nuestra casa venía envuelta en una colcha azul y dorada y se había dejado el pompi al aire.
P: Suele decir que tuvo una juventud rebelde y, sin embargo, por contentar a su padre estuvo a punto de acabar como abogado del Estado.
R: Porque mi padre era absolutamente mi dueño. No me di cuenta de que yo era su predilección hasta que estando dirigiendo una galería de arte en Florencia me dicen: “Papá tiene alzhéimer, vamos a ingresarlo en una clínica”. “No, me quedo yo con él -contesté-. Incluso mi madre había ya renunciado”. Él quería que yo fuese abogado del Estado porque era lo más lucido de entonces. Aprobé el tercer ejercicio de la oposición, llamé a papá y le dije: “Esto está hecho, pero estoy tan desengañado queme voy a la Cartuja”.
P: ¿Cómo le fue allí con Dios?
R: Muy bien, pero desengañé yo a la Cartuja. Era prior un vasco que estaba pendiente de mí. Un día me dijo: “He mandado que en la celda de su caridad pongan un infiernillo”. “¿Ya estamos condenándonos?”, dije yo. Sonrió y añadió: “Es para que se ponga fomentos (algodones calientes) en las rodillas”. Porque se dio cuenta de que pasaba mucho tiempo arrodillado y las tenía hinchadas.
Llevamos más de una hora de entrevista y a Antonio Gala, aunque él no lo diga, le empieza a pesar demasiado el cansancio. Su mirada, tan elocuente siempre, se resiste a la fatiga, pero la voz es ya un murmullo que apenas capta la grabadora.
P: ¿Qué le gustaría que quedara de usted en las enciclopedias?
R: No me importa ser recordado. Querría que lo que yo he hecho le sirviese a alguien, aunque no supiese de dónde viene ni quién lo dijo. Que Antonio Gala siguiese viviendo en alguien, pero sin su propio nombre. Y que si se me recuerda lo hagan con cariño, que sepan que yo he amado. No he hecho otra cosa, no recuerdo haber odiado a nadie.
P: Desde que dio a conocer su cáncer se despide a cada instante. Sorprende tanta entereza.
R: Absoluta. La muerte es parte de la vida. No creo en lo que haya más allá, simplemente nos acabamos. Somos animales y morimos, no nos espera ningún dios.
P: Echándole humor negro al asunto, ha llegado a sugerir su propio epitafio: “Murió vivo”. ¿Lo mantiene?
R: No habrá epitafio. Mis cenizas y las de la Dama de Otoño, la persona que más amor me dio (se refiere a la condesa de Zumaya, que inspiró una de sus piezas teatrales) se esparcirán por los jardines de la Fundación.
Enlace de origen : Antonio Gala: "Mi vida es una vida absolutamente imbécil, contradictoria, múltiple, casi no es mi vida"