Mientras Bajmut se debate entre la supervivencia y el martirologio, y España decide el color de sus ciudades, cuando en Francia Macron intenta levantar el vuelo y Sarkozy evitar el trullo, digo adiós a todo eso y visito Beirut por cuarta o quinta vez. La ciudad nunca defrauda ni deja por ello de imitarse a sí misma. Todavía bajo la resaca de la tremenda explosión en el puerto -la más potente registrada en tiempo de paz- del 4 de agosto del veinte, toda la fachada marítima junto al elegante barrio de Gemmayze está hecha jirones. El silo en ruinas donde se almacenaba el explosivo se erige en memento mori y pequeña Hiroshima. Como en los 80 con aquella guerra interminable, se diría hoy que Godzilla ha arrancado la cara de los edificios colindantes con sus zarpas, exponiendo sus entresijos a la vista de todos, y que, desde aquel fatídico día, Beirut no logra tapar sus vergüenzas al visitante. Pero Beirut es una superviviente. Digo “una”, porque Beirut es mujer. Una que ha vivido desgracias desconocidas para cualquier otra, que ha perdido hijos mientras paría otros que morían al poco, una dama engañada y maltratada, a menudo sometida y prostituida, pero que siempre puso al mal tiempo buena cara, maquillándose las heridas, atusándose el pelo y rociándose de perfume, como las heroínas de la película “Caramel”, y mostrándose al mundo rota, pero digna, tocada, pero no hundida. Es una urbe en paradoja, de exilio y aluvión, dividida en 18 comunidades distintas, cada una con sus barrios, sus templos, sus calles adornadas con los retratos de sus mártires y próceres, mirándose de reojo unos a otros, desconfiada pero avenida por un cierto amor por el país, y, sobre todo, por una pasión vital que sólo se explica en las naciones que se asoman al Mediterráneo. Beirut la habita una juventud cansada pero ansiosa por que los señores que hicieron la guerra, y que siguen dominando el país, se vayan a dormir el sueño de los justos, dándoles paso. Bajo los ventanales reventados, como estalactitas, de Gemmeyze, menudean los restaurantes de moda, con sus toldos de diseño y sus terrazas llenas de gente dejándose ver. Miran en derredor tras sus gafas de sol de marca y fuman sus cigarrillos electrónicos con avidez. El servicio es impecable y la comida conserva el sabor de lo próximo, lejos de ese mal gusto industrial al que nos hemos resignado en Europa. En las conversaciones, galopantes, animadas como un Boca-River, se mezcla el árabe con el inglés y aun algo de un francés que suena a tiempos pasados y mejores. Las chicas se pavonean bellísimas y producidas más allá de las fronteras de la seducción, embajadoras de una raza milagrosa que habla de todas las civilizaciones que lo fueron. Junto a un carromato, aparca un Ferrari amarillo. Al libanés le espanta la discreción, incompatible con el carpe diem y el sentimiento permanente de lo efímero que late en él. El fin de semana, bares y discotecas son una bombonera donde se alterna la música en vivo con versiones tecno de Fairuz, una cantante menuda, de voz voluptuosa, que es un símbolo nacional y que llevó luto por Líbano lo que duró la guerra, cantándole a la vida cuando sólo había muerte alrededor. Con el rigor del orante, el árabe nunca ha dejado de escuchar el lamento vital de Fairuz al levantarse, tras la llamada al rezo, y la letanía lírica de Umm Kulthum, la gran señora de Egipto, por la noche, al recogerse. Beirut fue París en los 50 – “Visitez le Liban”-, un tiempo y lugar adonde todos querríamos volver. Un espejismo antes de la zozobra. De regreso, recorro la carretera hacia el aeropuerto, jalonada de banderines de Hizbulá y de retratos potentes, como de cartel de película de acción, de Qassem Soleimani, comandante de la fuerza “Al Quds” (“Jerusalén”), mártir pero no santo, viril soldado de su Dios, caído bajo la flecha invisible de un dron camino a otro aeropuerto, el de Bagdad, esa Babilonia vapuleada también por décadas de guerra y destrucción. Beirut, Bagdad o Bajmut son epónimos de seis letras, variaciones de una misma partitura de tragedia, pero Beirut, como fenicia que es, es el Fénix que siempre renace, quizá porque jamás murió del todo.
Enlace de origen : Beirut