El consejo de sabios de Estados Unidos, su Tribunal Supremo, ha vuelto. Y lo ha hecho con una agenda cargada de casos capaces de desviar, como una serie de pequeños diques, el curso de las tendencias y los derechos sociales en Estados Unidos: desde el aborto a la religión o el control de armas. Donald Trump ya no es presidente, pero su nombramiento de tres jueces de un total de nueve dejará en los próximos años una huella más profunda que la de muchos decretos presidenciales.
El pasado lunes, ocho de los nueve magistrados (Brett Kavanaugh sigue en cuarentena por covid) desembarcaron en el llamado palacio de mármol: la sede judicial que llevaban sin pisar desde marzo de 2020. En este intervalo de casi 20 meses, el mundo ha cambiado y también la corte. Con el nombramiento ‘in extremis’ de Amy Coney Barrett hace prácticamente un año, los jueces conservadores duplicaron a los progresistas: seis contra tres. Ni siquiera John Roberts, el presidente del tribunal, que ha ido escorándose al centro para ser el voto bisagra y mantener cierto equilibrio, puede compensar el empuje ideológico de la derecha.
La jueza y la llave de América: por qué está en juego mucho más que la presidencia de EEUU
Argemino Barro. Nueva York
El primer caso clave concierne al derecho al aborto. En 1973, el alto tribunal decidió que el aborto era un derecho constitucional hasta el momento en que el feto pudiera técnicamente vivir fuera del vientre materno, sobre las 24 semanas de gestación. Una decisión que los estados republicanos han tratado de vadear o contrarrestar desde entonces. Sobre todo en los últimos años. Según el Guttmacher Institute, un ‘think tank’ progresista que defiende los derechos reproductivos, desde 1973 se han aprobado más de 1.300 leyes estatales para limitarlo de varias formas. 566 de ellas en la última década.
Como consecuencia, hay estados que imponen periodos de espera desde la primera cita con el médico, ponen límites al tipo de seguro sanitario que se puede usar para pagar por el procedimiento o exigen, si la mujer es menor de edad, el consentimiento de su padre y de su madre. Ahora mismo hay cinco estados de Estados Unidos en los que solo existe una clínica donde se puede llevar a cabo el aborto. Este sigue siendo legal, pero todos estos baches lo dificultan.
El Tribunal Supremo de los EEUU, en el ojo del huracán
Jorge Dezcallar
Es empuje político ha crecido recientemente. Liderados por Texas, varios estados sureños han tratado de prohibir el aborto a partir del momento en que se escucha el latido del feto: lo que puede suceder en torno a las seis semanas; antes, en algunos casos, de que la mujer sepa que está embarazada. Estas leyes se han encontrado con el muro de los tribunales. La de Texas, que pretende reducir los abortos un 85% y cuya aplicación, en parte para blindarse legalmente, se ha dejado en manos privadas, se mantiene en vigor a un mes de su aprobación.
Así que el apetito republicano es visible, y puede tener en la corte conservadora su aliado definitivo. El alto tribunal tiene previsto escuchar los argumentos acerca de una de estas leyes contra el aborto, en Misisipi, que ha sido paralizada por un juez. El Supremo podría usar el caso para modificar o incluso revocar Roe vs. Wade, el caso cuya sentencia despenalizó el aborto en 1973. Es lo que piensan algunos juristas y profesores de derecho citados por la prensa estadounidense.
El plan de Donald Trump
El republicano Donald Trump dejó claro que, a la hora de nombrar los jueces, tenía en mente que estos llegasen potencialmente a revocar Roe vs. Wade. De momento, el Tribunal Supremo se ha negado a bloquear la ley del aborto de Texas con cinco votos contra cuatro. Roberts, una vez más, se había puesto del lado de la minoría demócrata. Pero su opinión ya no tiene el poder de inclinar la balanza.
El otro objetivo judicial que dijo tener Donald Trump era el de proteger o ampliar la Segunda Enmienda: el derecho a portar armas. Este otoño, el tribunal tratará el tema por primera vez en aproximadamente una década. Varios propietarios de armas de Nueva York han denunciado que, en este estado, no se les deje llevar un arma por la calle sin el permiso expreso de las autoridades, lo cual requiere, entre otras cosas, probar una razón por la cual ir armado.
Si los denunciantes se salen con la suya, cabe la opción de que el Tribunal amplíe el derecho constitucional a llevar armas: de momento, este derecho está claro cuando se trata de tenerla en casa. Más discutible, si tenemos en cuenta las distintas leyes de los estados, resulta el caso de llevarla por la calle. A este respecto, Nueva York tiene un largo historial de leyes que limitan esta posibilidad.
La sucesión de la juez Ginsburg abre la lucha por el futuro judicial de EEUU
Argemino Barro. Nueva York
Un tercer frente judicial es el de la separación entre Iglesia y Estado. El 8 de diciembre, los jueces escucharán los argumentos de Carson vs. Makin y responderán a esta pregunta: ¿puede el estado de Maine, donde la dispersa población rural a veces no tiene una escuela disponible y debe de recurrir a las aulas de las iglesias, financiar la educación religiosa? Las autoridades creen que esto es ilegal, ya que difuminaría las barreras entre Iglesia y Estado. Pero esto podría cambiar.
Hay más casos: un grupo cristiano quiere tener el derecho a usar las astas oficiales de Boston para colocar sus símbolos; un condenado a muerte quiere que su sacerdote esté con él, rezando juntos y hasta pudiendo tocarle, durante la ejecución; un detenido de la cárcel ilegal de Guantánamo quiere conseguir información de las personas que lo torturaron, las cuales están protegidas por el ‘secreto de estado’, etc. Casos que tocan cuestiones sensibles y que pueden ajustar estos paradigmas en una dirección más conservadora.
La independencia del poder judicial
Los jueces del Supremo, sin embargo, no son un bloque homogéneo ni dependen estrictamente del poder político. Donald Trump los eligió bien jóvenes y bien a la derecha, ayudado por ‘think tanks’ conservadores como The Federalist Society o The Heritage Foundation, pero siguen siendo juristas del más alto nivel. Jueces que ni siquiera se dignaron a revisar las acusaciones de fraude electoral realizadas por el hombre que los había elegido.
La jueza Amy Barrett: o cómo los republicanos controlan realmente EEUU
Argemino Barro. Nueva York
Entre otras cosas, los jueces tienen que preocuparse de la reputación general del Supremo, una institución tradicionalmente respetada por los estadounidenses, pero que no ha salido indemne del proceso de polarización política. Una reciente encuesta de la agencia Gallup dice que solo cuatro de cada 10 estadounidenses confían en la institución. Unos niveles que no se veían desde hace 21 años, cuando el tribunal otorgó la presidencia a George W. Bush. Un polémico fallo judicial que se efectuó por la mínima y siguiendo estrictamente las líneas partidistas.
A la manera de John Roberts, aparentemente preocupado por equilibrar siempre esa balanza y dar una imagen de moderación, otros jueces pueden acabar mostrando cierta sensibilidad hacia la imagen de la institución entre los habitantes. Según ‘The New York Times’, este podría ser, por ejemplo, Brett Kavanaugh.
A los demócratas no les queda otra que mirar desde las gradas. El año pasado, cuando los republicanos nombraron a toda velocidad a la sustituta de la fallecida Ruth Bader Ginsburg, contraviniendo su propio razonamiento de unos años antes de que lo honorable era esperar a las elecciones, el partido de Joe Biden amenazó con “llenar la corte” si ganaba el poder. Es decir, ampliar el número de jueces del Supremo para poder así nombrar ellos a los nuevos y compensar los números. Biden fue elegido presidente, pero el botón nuclear judicial, de momento, no se ha pulsado.
El Supremo de EEUU rechaza revertir la victoria de Joe Biden en Pensilvania
EFE
Y eso que no sería difícil. Según el Dr. Benjamin Barros, decano y profesor de derecho de la Universidad de Toledo (Ohio), lo único que se necesita para expandir la Corte es aprobarlo en las dos cámaras del Congreso, como una ley cualquiera. Pero el principal impedimento sería político: llenar la Corte podría desatar una escalada de medidas y contramedidas, con el alto tribunal como pelota de fútbol, y retratar al demócrata como el partido que jugó sucio para conservar su poder.
Una de las cosas que no se solían mencionar en las entusiastas hagiografías de Ruth Bader Ginsburg, que tenía 87 años y a la que le habían diagnosticado cáncer en cinco ocasiones en sus últimos 20 años de su vida, es que la jueza se resistió a dejar el puesto hasta el final. Y murió con las botas puestas. Una actitud honorable que, sin embargo, no hacía gracia a la Administración Obama: ya entonces Ginsburg era una octogenaria enferma y se le sugirió que se jubilase para que el presidente demócrata pudiera nombrar a un juez o jueza joven y fresco, que pudiera defender las causas progresistas en las décadas venideras. Ginsburg hizo oídos sordos.
A la vista de estos antecedentes, uno de los jueces nombrados por los demócratas, Stephen Breyer, que lleva 27 años en la corte, está escuchando voces que le piden que se aparte y que así Joe Biden pueda nombrar un sustituto lozano y con visos de un largo futuro. Breyer tiene 83 años. Pero él ha respondido que se retirará cuando esté preparado. Una manera de indicar que el poder judicial es independiente. Y que no se guía por las tácticas de poder del bajo, marrullero, poder ejecutivo.
source ¿Hacia unos Estados Reaccionarios de América? La ‘suprema’ victoria de Trump