Jacobo Bergareche: “La literatura al servicio de una causa es dañina”

Jacobo Bergareche comenzó a escribir para sobrevivir, después de una muerte que le partió en dos, pues le privó de su otra mitad, la que le equilibraba hasta completarle. Roque, que además de su hermano era su mejor amigo, fue asesinado en Luanda (Angola) el 12 de octubre de 2012, y de esa pérdida, de ese duelo, surgió un libro luminoso, Estaciones de regreso (Círculo de Tiza, 2019), que todavía suena -su literatura es música también- en la memoria de muchos lectores que le descubrieron entonces y le han seguido leyendo con la certeza de estar ante un autor de talento y, por tanto, trayectoria. Los días perfectos (Libros del Asteroide, 2021), su siguiente obra, le colocó en los estantes más solicitados de las librerías, los reservados a los libros elogiados por la crítica y por el público. Instalado en ese verano invencible que, como Camus, en mitad del invierno descubrió que había dentro de él, en su nueva novela, Las despedidas, se traslada a la isla de Menorca. Lo hace alejado formalmente del yo, aunque enfrente a su protagonista con heridas que conoce bien: la del amor, la de la muerte y la de la paternidad.

Me pongo en su piel, y me planteo cómo se pone uno a escribir de nuevo después de un éxito como el que tuvo con su anterior novela.

Claro, es la ansiedad de que el siguiente libro esté a la altura, porque sabes que te van a medir tanto con respecto al anterior que puede ser muy decepcionante. Me gusta el formato corto; primero, porque tengo poco tiempo para escribir y, segundo, porque la gente lee poco.

¿Cree que la gente lee poco?

Yo creo que la gente que no lee lee poco. A la gente que no tiene la disciplina de la lectura y la capacidad de concentración, que cada vez hay menos, una gran novela se le hace muy larga, y una novela corta en dos tacadas se la lee. En en ese formato me siento muy cómodo. Pero, respecto a la anterior novela, lo que ahora he hecho ha sido alejarme del yo.

Pero el yo está en esta novela.

Sí, es una falsa tercera persona, porque sólo es un punto de vista. Pero intentar salir un poco del yo era importante, porque me incomoda que al narrador y al escritor siempre les confunden. Además, creo que hay un exceso del yo en la literatura. Quería explorar cómo hacer un narrador con más distancia y un personaje mucho más alejado de mi vida; no soy yo, y tiene poco de mí.

¿Y, al hacer eso, buscaba protegerse, también, de algún modo?

Yo creo que sí, y también creo que hay que aprender a escribir con distancia. En esta tercera novela, yo necesitaba buscar un personaje que realmente tuviese que construir.

Han pasado cuatro años desde que publicó su primer libro, Estaciones de regreso, que era pura autoficción. ¿Ya se siente cómodo dentro de la categoría de escritor?

Sí, la verdad es que me lo empiezo a creer. Es una cosa que no te terminas de creer del todo al principio, sobre todo si has deseado serlo y ha llegado tan tarde. Yo trato de no obsesionarme con eso, y pensar en si las historias son buenas. Porque llevo bebiendo y saliendo y haciendo tertulias y planes de escritor desde que tenía 15 años. Yo era escritor sin escribir. Ahora, más que el título de escritor, lo que me interesa es tener una buena historia que contar.

Y, una vez que tiene esa buena historia, ¿le preocupa cómo le ven desde fuera, le disturba?

Indudablemente, no lo voy a negar. Empiezas a tener exposición y llega la crítica.

La crítica no le ha tratado mal.

No, pero como vea dos estrellas en Goodreads me duele. Y, luego, cuando uno empieza a ser considerado escritor te empiezan a preguntar qué opinas, que es peligrosísimo, porque yo no tengo opinión sobre todo, pero llego a pensar que debería tenerla. Entonces, empiezas a decir lo que piensas y a opinar.

¿Y ese es un territorio peligroso?

Claro, ahí ya empiezas a construir una imagen que entra en lo político, en cómo te posicionas con respecto a la realidad, a lo que está ocurriendo, a la opinión pública… Como todo el mundo está intentando siempre saber si una persona es de izquierdas o de derechas, a los escritores les tratas de ubicar bastante en todo ese tipo de cosas.

¿Los escritores debemos opinar, posicionarnos? Y no sólo cuando nos preguntan, también a través de artículos, de tuits…

A mí me da mucha envidia gente como Beckett o Salinger, que tenían muy claro que todo lo decían a través de sus libros y no tenían nada más que añadir y no lo hacían. Eran muy disciplinados en eso de sólo hablar a través de sus libros. Claro, es muy difícil vivir de la literatura y uno tiene que usar su capacidad para escribir en otros medios. Yo creo que se puede opinar, pero hay que evitar hablar todo el rato de política.

Es que es agotador.

Es agotador y, aparte, es fácil reaccionar a lo último que ha ocurrido y, muchas veces, no es más que una voz más en la masa de gente que está opinando. Hay que intentar mirar más allá. Lo que sí me preocupa es utilizar la literatura, sobre todo la ficción, para promover una causa, ponerla al servicio de una causa. Cuando escribes, escribes sobre algo que no entiendes del todo bien, lo estás investigando y estás explicándotelo a ti mismo. Pero el que escribe para una causa escribe desde la certeza, no desde la duda y, además, con el ánimo de la adhesión y de la evangelización, y eso le hace mucho daño a la literatura.

Antes ha citado a Beckett y a Salinger. ¿Usted qué dice a través de sus libros, qué busca decir?

Es que no lo sé del todo, no lo tengo muy claro. Me preocupan las relaciones de amor, de pareja…

La muerte…

Me preocupa la muerte muchísimo. Yo creo que las tres heridas: la del amor, la de la muerte y la de la vida… Los grandes temas: cómo amas a la gente, qué haces con la muerte, cómo la colocas en su sitio… Y en este último libro el tema de la paternidad es muy importante.

¿Ha cambiado su opinión sobre esas heridas, incluida la de la paternidad, después de escribir Las despedidas?

La paternidad es la heridad de la vida. El hermano de un amigo mío se suicidó una semana antes de que naciera su hija. Yo me preguntaba por qué, cómo puedes hacer eso, y, luego, el proceso de mi amigo de enfrentarse a eso. Hay que aprender a aceptar todas las muertes, que es complicadísimo, es un viaje larguísimo. Pero mi actitud hacia el suicidio ha cambiado mucho después de escribir la novela. No se me ha pasado por la cabeza el suicidio, no entiendo la ideación suicida, pero me ha ido cambiando la idea sobre esto. Y, sobre la paternidad, mi punto de vista también ha cambiado, si es biológica, si es un vínculo afectivo…

La familia más importante que tal vez seamos capaces de construir en la vida es la que no viene determinada por el hecho biológico.

Yo creo que la familia es una especie de reto de la vida de aceptar a unas personas que no has escogido, es el afecto que tienes que construir con alguien que no has elegido.

Otro de los grandes temas de esta novela, que se repite con respecto a la anterior, es esa especie de oda al amor perdido, idealizado.

Sí, la idea de una cosa muy fugaz, pero que te cambia la vida, te despierta de una vida en la que estás metido como un autómata. En el fondo, son los recuerdos que uno elabora, sobre todo cuando ya tienes la crisis de contingencia en la vida, que lo que tienes es lo que va a ser y ya no se puede cambiar y, entonces, empiezas a mirar con otros ojos los desvíos que no tomaste. Las dos novelas en ese sentido se parecen.

Ahora que ha mencionado los recuerdos, ¿usted emplea la memoria como material para escribir?

¿Mi propia memoria?

Y las memorias de otros.

Este libro está lleno de cosas que han pasado.

Eso es peligroso, porque sus amigos se van a buscar al leerlo.

Claro, eso es lo malo [ríe].

Salter decía que la materia prima de la escritura es la realidad, que no se creía a los autores que decían que se inventaban sus historias.

Es verdad. Aunque sea fantasía viene de la realidad. Camila Sosa Villada tiene un libro maravilloso, El viaje inútil, en el que dice que hay dos tipos de escritores: los que inventan y los que son incapaces de inventar y van usando su propia vida o las de los demás, y yo estoy un poco ahí.

Y tan buena literatura hace un tipo de escritor como el otro.

Yo creo que sí. A mí no me interesa lo que no hable mucho de la realidad, y cuanto más cotidiana mejor.

Además, eso es lo más difícil: contar una historia en la que, aparentemente, no pasa nada.

Y, aparte, es con lo que te estás enfrentando todo el rato: el tedio, el deseo, el amor, el desamor, los padres, los hijos… ¿Qué haces con todo eso? Es lo que a mí me angustia, y de lo que trato de escribir.

Por cierto, la música vuelve a estar muy presente en esta novela.

Sí, total, mucho, además.

Es un escritor muy musical.

Me gusta mucho la música, intento aprender a bailar y a tocar, pero se me da fatal. Tengo una historia de frustración con la música de falta de disciplina, pero escucho mucha música, colecciono música. Creo que la conexión con la música tiene que ver con la conexión con la memoria y con las emociones. La gente que deja que la música entre dentro de ella, que se fija en ella y pone su atención en ella es gente que quiere sentir. La música es muchas veces el vehículo de la memoria. A mí me alucina esa gente que nunca sabe qué música poner o la gente que vive la música como ruido…

¿Escucha música cuando escribe?

No, soy incapaz. En el momento en el que hay música, aunque no tenga letra, me fijo en ella, me altera mucho. Ya tengo localizadas músicas que pueden estar de fondo, como Lester Young, y que se convierta en una especie de paisaje musical que no me llama la atención pero me hace sentir bien.

¿Qué recomienda escuchar durante la lectura de Las despedidas?

En este libro hay una canción que se llama Dark Star, del primer disco en directo de Grateful Dead, que es una maravilla. Si te metes en esa canción bajo el efecto de alguna sustancia…

Vamos a dejarlo en un vino…

Puede ser un vino [ríe]. He dicho bajo el efecto de una sustancia que puede ser el amor, la melancolía… Pero en un estado receptivo, de querer entrar en lo que está pasando en esa canción, que es un paisaje infinito que va transformándose.

Me llama la atención que haya escritores que no sientan una conexión especial con la música, un vínculo… Son artes hermanadas.

No sé, yo creo que la literatura y la música siempre han estado muy conectadas, sobre todo a través del género de la canción.

Ahí está el Nobel a Bob Dylan.

Y el Príncipe de Asturias a Leonard Cohen. Hay una relación clarísima. Velvet Underground tiene uno de mis cuentos favoritos, The Gift. Está en su segundo disco y lo escribió Lou Reed. Rubén Blades tiene otro relato alucinante en Buscando América. Han interactuado mucho música y literatura.

La última tiene que ver con su propia historia personal, y con la mía, también: ¿el duelo se pasa?

[Largo silencio] ¿Ha leído La casa encendida, de Luis Rosales?

No.

Es el gran libro sobre el duelo. En él dice que la gente que no conoce el dolor es como una iglesia sin bendecir. Yo creo que el duelo se va transformando y te acerca al dolor de la gente y te da una sensibilización distinta. Y creo que, si dejas a los muertos ir, que es lo más difícil, porque uno se agarra a los muertos como alguien que lleva un globo, pero si dejas que los muertos se vayan, vienen a ti con una canción, con el sabor de un helado, con un paisaje… Te revisitan, la herida te duele…

Pero es un dolor diferente.

Y también una alegría de reencontrarse con ellos en cosas.

¿Usted lo has conseguido?

Sí, yo… Mi hermano era la persona que más quería del mundo, éramos vecinos, nos lo contábamos todo. Pero he conseguido soltarlo, dejarlo ir y no construir mi vida a través de esa pérdida. Porque es muy fácil, al final, construir la vida desde el dolor, porque el dolor es una manera de demostrarles que no les has olvidado.

Además, el dolor es casi adictivo, es muy fácil recrearse en él.

Y te da como una cierta superioridad. Es complicado. Pero yo creo que el duelo sí que se supera… bueno, el que quiere y lo consigue, que hay gente que no es capaz de salir de eso.

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