En su novela ‘Ciudad de Cristal’, Paul Auster relata la historia de cómo el padre de Peter Stillman Jr. le encerró en una habitación durante nueve años sin contacto con otras personas. El objetivo del padre es que su hijo desarrollara, sin injerencias externas, el lenguaje divino previo a la caída de la Torre de Babel, el mismo que el Creador enseñó directamente a Adán y Eva. Este cruel experimento, que en la ficción inhabilitaba la capacidad de Stillman Jr. de comunicarse con los demás de por vida, es un juego de niños en comparación con lo vivido por el vietnamita Ho Van Lang, fallecido hace apenas un mes a la edad de 52 años.
Gran parte de su historia ha sido divulgada, pero eso no la hace menos increíble. En 1972, Ho Van Thanh, veterano del Ejército norvietnamita, huyó a la selva con Lang, su hijo de año y medio, tras un bombardeo del Ejército estadounidense a su casa, donde fallecieron su esposa y dos de sus cuatro hijos. Vivían en un poblado de la región de Quảng Ngãi, la misma donde cuatro años antes se produjo la matanza de My Lai.
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La guerra duraría tres años más, pero nadie les avisó de su fin. Recluidos en mitad de la densa selva, padre e hijo sobrevivieron 41 años sin establecer contacto humano. Siempre que alguien se acercaba, ellos huían más y más hacia el interior. Finalmente, en 2013, un hermano de Lang llamado Tri consiguió movilizar al Ejército para que apresaran a ambos y los devolvieran a la civilización.
Había nacido para los medios de comunicación el ‘Mowgli de la vida real’, ‘auténtico Tarzán’ o ‘niño salvaje de Vietnam‘.
Al leer sobre él, un joven malagueño llamado Álvaro Cerezo sintió la necesidad imperiosa de conocer a Lang. Cerezo tiene una empresa, Docastaway, que se dedica a organizar experiencias de náufrago en islas desiertas para turistas. Desde pequeño experimentó una atracción irresistible por este tipo de personas, despojadas de los vicios y costumbres que la civilización occidental imprime sobre todos nosotros. En particular, Cerezo quería “aprender las herramientas de supervivencia” de alguien que había logrado salir adelante durante décadas sin agua potable, herramientas, medicinas o armas de ninguna clase.
Se encontraron por primera vez en 2015, dos años después de su salida forzada de la selva. En la ciudad donde vivía desde entonces, tutelado por su hermano Tri, Cerezo encontró a una especie de niño adulto, todavía poseído por el embrujo que sobre él causaba su padre e incapaz de hablar una palabra de vietnamita. Durante décadas solo se comunicó con su padre mediante el dialecto cua, hablado por la etnia Cor y uno de los más de 50 distintos que pueden escucharse en el país sudasiático. En aquel primer viaje, Cerezo y Lang regresaron a “su mundo”, el interior de la jungla donde pasó décadas escondido. El malagueño se despidió prometiéndole que algún día regresaría para enseñarle “su mundo”, el del mar y las islas desiertas que el vietnamita solo conocía de oídas.
Lang conoce el mar, la ciudad y el avión
Tres años después, su padre murió. Lang quedó desconectado de su única referencia en la vida. “Pensé que era el momento para ayudarle a desconectar del pueblo donde residía desde 2013 después de que padre e hijo fueron capturados”, explica Cerezo. Lang tenía curiosidad por saber cómo era el mar, pero, sobre todo, por volar. “Durante toda su vida aislado en la jungla, su único contacto con el mundo exterior eran los aviones que a veces cruzaban el cielo; su padre le explicó que no eran pájaros, sino objetos huecos donde había humanos en su interior y por eso siempre tuvo fascinación hacia ellos“.
Su familia contaba que Lang, como el personaje de Auster, tenía dificultades para vestirse (incluso para comprender el sentido de la vestimenta) y desconocía lo que era el dinero. Sin embargo, pese a que los vecinos de la aldea de Tay Tra le trataban como a un niño encerrado en el cuerpo de un hombre, pronto empezaron a encomendarle pequeñas tareas agrícolas. Rápido abrazó algunos vicios como las galletas, los ‘noodles’ o los cigarrillos. Cuando Cerezo volvió a verlo, la vida en civilización se había cobrado de Lang algún que otro diente.
“Lang solo había tenido contacto con otras personas cinco veces en toda su vida, y solo de lejos porque, cuando aparecía alguien, huían a un punto más profundo de la jungla”, cuenta el explorador a El Confidencial, “incluso desconocía la existencia de las mujeres“.
Sin embargo, al retornar con él al bosque, Cerezo descubrió que estaba ante alguien diferente, que definió como “un superhéroe”. A través de la televisión o el cine, hemos conocido a un Tarzán alto y musculoso —Johnny Weissmüller, el actor austríaco-estadounidense que estableció el estereotipo en los años 30, medía 1,90 metros y tenía físico de nadador—, pero, para sobrevivir en la selva, había que ser más bien como Mowgli. Como el protagonista de ‘El libro de la selva’, el vietnamita era bajito y muy delgado, y su alimentación se parecía más a la de un koala que a la de un tigre: se metía en la boca frutos y hierbas que Cerezo no podía ni imaginar que fueran comestibles, encontraba proteína en los sitios más insospechados: gusanos en el suelo y pequeños moluscos en una corriente de agua.
“Lo que más me sorprendió es la lentitud con lo que lo hacía todo, por ejemplo, subirse a un árbol, y sin embargo era extremadamente eficiente”, recuerda. El verdadero Tarzán no era como un chimpancé, sino como un perezoso.
Viaje a la isla
En 2018, Cerezo sacó a Lang de su aldea por segunda vez. Su idea era soltarle en una isla desierta para, junto a él, compartir una pequeña estancia de varias noches. Partieron de Tay Tra e hicieron cinco horas de coche hasta llegar a Da Nang, la gran ciudad desde donde partía el avión al día siguiente. Con 1,2 millones de habitantes, era el lugar más poblado en el que Lang había estado jamás. En uno de los vídeos que le grabó, el antaño salvaje aparecía tumbado de lado frente a la ventana, mirando embelesado y con cierto temor las luces de la ciudad desde el hotel cercano al aeropuerto donde se hospedaron.
“Al día siguiente pudo subirse a un avión y por fin ver el mundo desde arriba“, recuerda Cerezo. “Lang miraba a las nubes y otras veces hacia las hélices. No conseguía entender cómo ese enorme objeto podía avanzar suspendido en el aire”.
Fue un vuelo de hora y media, seguido de otras cinco horas en coche para llegar hasta el puerto. A partir de ahí, comenzaba un último tramo de dos horas en barco hasta llegar a la citada isla próxima al archipiélago filipino, cuya identidad y ubicación Cerezo mantiene en secreto para protegerla de la llegada de turistas en masa. Ahí fue cuando Lang contempló el mar por primera vez. “Lang había vivido toda su vida escondido en el interior de la selva vietnamita”, explica su amigo. “Solo había oído sobre la existencia del océano a través de su padre”.
Una de las cosas más llamativas es que su cabeza era incapaz de comprender las islas o, más bien, cómo aquellos inmensos trozos de tierra podían flotar tan grácilmente sobre las aguas. Tampoco tuvo mucho tiempo de reflexionar sobre ello, ya que su periplo en barco le mantenía atemorizado y sujeto a unas maderas en el centro de la embarcación. “Verse rodeado solamente de agua era un entorno que nunca se hubiese imaginado. De hecho, fue lo que menos le gustó de la aventura a la isla”, explica Cerezo. El avión, paradójicamente, le resultó menos traumático porque iba quieto en el asiento.
De nuevo, una vez en la isla, se sintió como en casa y se le iluminó la cara. Pese a ser un entorno novedoso, muchos elementos le resultaban familiares. En seguida trepó a una palmera y bajó varios cocos para que ambos bebieran. Por las noches, permanecía despierto escuchando el rugido de las olas y pensando si la isla podía hundirse en algún momento. En su cabeza, todas las islas flotaban igual que el barco que les llevó hacia allí.
Al día siguiente, Lang se despertó con sed y sintió pereza de abrir un coco, así que pensó: “Hmmm… Ahí hay mucha agua”. Cerezo todavía se ríe al recordar su respingo al descubrir que el agua estaba salada.
“Todos esos días con Lang fueron una experiencia inolvidable”, rememora. “Había pasado los primeros 40 años de existencia ajeno a todas aquellas ‘cosas’ que existían en ‘el otro mundo’. Todas aquellas ‘cosas’ estaban ocurriendo mientras su vida transcurría pacíficamente y sin interferencias. ‘Cosas’ a las que estamos acostumbrados y que durante esos días Lang fue descubriendo poco a poco: era como ver a través de los ojos de alguien del pasado cómo vivimos hoy en día”.
Desgraciadamente, al poco tiempo se le detectó un cáncer de hígado, que Cerezo atribuye a la mala vida que llevó desde su rescate. El propio explorador fue el encargado de transmitir a los cuatro vientos la triste noticia. Sin duda, el mundo no solo ha perdido a un agricultor de una remota provincia de Vietnam. La vida de Ho Van Lang y su súbita incursión en el siglo XXI podría considerarse uno de los mayores experimentos jamás realizados, al mismo tiempo víctima y cómplice de la paranoia de su padre.
source Lo que Álvaro aprendió del ‘niño Tarzán’ de Vietnam al subirle en avión por primera vez