El Museo Thyssen cierra la conmemoración del 50 aniversario del fallecimiento de Pablo Picasso con la exposición ‘Picasso, lo sagrado y lo profano‘, en la que se exhibe cómo el pintor se acerca a la tradición judeocristiana reinterpretando cuadros de artistas clásicos.
Paloma Alarcó, comisaria de esta exposición que se inaugura este martes y y permanecerá hasta el 14 de enero de 2024, ha construido una trama a partir de tres décadas de producción del artista malagueño que sostiene en tres vértices.
El primero de ellos es la iconofagia, que parte de la pasión de Picasso por visitar los museos y coleccionar reproducciones fotográficas. El segundo vértice es su laberinto personal, con cuadros que parecen un diario de su vida donde traslada sus problemas, amores y odio. Y el tercero ritos sagrados y profanos, en los que se acerca a lo sacramental donde plasma las creencias y supersticiones de su infancia española.
El Greco, Rubens, Murillo, Delacroix y algunos grabados de Goya, entre otros, establecen un diálogo expresivo sorprendente con cuadros de Picasso.
Es el caso de ‘Mujer en un sillón’ con ‘Santa Casilda’, de Zurbarán, o el ‘Retrato de doña Marina de Austria, reina de España’, de Velázquez con ‘Cabeza de hombre’, “emparejamientos impredecibles”, ha señalado este martes el director del museo, Guillermo Solana, que unen tradición y vanguardia en la pintura.
La exposición reúne 40 obras, 22 de ellas de Picasso, ocho de ellas de la colección Thyssen, a las que se suman varios préstamos del Musée National Picasso-Paris, de coleccionistas e instituciones, como la escultura de Pedro de Mena, del Museo de Escultura de Valladolid.
“A Picasso se le puede declinar de infinidad de maneras”, advierte Paloma Alarcó, quien ha reseñado el hecho de que este año de conmemoración cada historiador, museo y comisario lo ha planteado de “una forma diferente y enriquecedora, esa es la gran riqueza” de la efeméride y, a pesar de ello, considera que “Picasso sigue siendo un misterio“.
La idea picassiana de que en el arte no existe ni pasado ni futuro, es siempre presente, ha llevado a la comisaria al diluir las fronteras entre la tradición y la modernidad.
“Picasso se consideraba a sí mismo una especie de chamán, con una libertad y fuerza creativa que no podía contener”; un intercesor entre pasado, presente y futuro, “entre civilizaciones y en esa manera de comunicarse borró las fronteras entre lo sagrado y lo profano”, explica, “bebe de muchas fuentes para crear su propio arte”.
Una muestra en la que el pintor mira los maestros para reinterpretarlos: “Llegó a decir que El Greco fue el primer pintor cubista“. Se inspira en Zurbarán de final de los años 20 o la obra tenebrista de Rivera para plasmar un momento dramático de su matrimonio con Olga y su separación.
Es el momento en el que cambia su mundo y aparece la figura del minotauro, su “alter ego”, a través del que plasma la ternura y la violencia sexual, la humanidad y la bestialidad. Un pintor que ha contado su vida, explica Alarcó, a través de su arte.
Pinturas que tratan temas universales como la muerte, el sexo, la violencia, su alegría y el dolor, con las que Picasso evoluciona, se fija en un artista y “nunca los abandona, siempre tiene presente a los maestros a los que transforma en su propia sintaxis”, advierte la comisaria.
En la última sala, Picasso habla de la situación histórica que vive, los años 30, un periodo de nacimiento de los totalitarismos, donde recupera la tradición católica de su infancia y la de las corridas de toros, un combate que representa violento porque lo vincula a la idea del mal.
Un momento en el que vuelve a interesarse por Goya, unas veces por Goya erótico y otras por los desastres de la guerra, “una mezcla de la que surge el Guernica“.
Picasso plasma su vida y la historia de manera sintética en su obra, “lo sagrado y lo profano se identifica con presente y el pasado”, concluye Paloma Alarcó, no en vano, en unos de sus apuntes el pintor escribió: “Greco, Velázquez. Inspirarme” (1898-1899).
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