¿Qué quiso decir Keynes con su genial respuesta a las crisis: “En el largo plazo todos estaremos muertos”? Quizá trató de explicar que algunos tienen un código de barras especial y, en vísperas electorales, hacen promesas que no dejan de ser simulacros sin plasmación a la vista, con un designio más bien póstumo.
Cuando hoy se habla de keynesianismo, se alude a gastar sin control, como si el dinero surgiera de la nada. Pero el peculio no se puede crear como por arte de magia, sin generar consecuencias catastróficas. Si así fuera, hace tiempo que habríamos resuelto el problema de la pobreza y viviríamos todos más felices.
La vanidad del hombre le lleva a creer que puede controlar la biosfera económica y sociopolítica, sin admitir que el poder de un gobierno es limitado. Solo puede hacer leyes, declarar guerras y hacer presupuestos con los impuestos de la gente.
Ya lo anticipó el New Deal de Roosevelt: “Hacer hoyos para después taparlos” o la frase que popularizó Milton Friedman: “No hay almuerzo gratis”, como si los servicios, la asistencia pública o los subsidios que brinda el Estado no se financiaran con los impuestos de los ciudadanos que los utilizan.
Al imponerse la mala costumbre de no contestar a lo que se pregunta y de incumplir lo que se promete, la mentira habitual nos ha atrapado y nos va a costar salir de ella. Esta práctica de allanarse a la falta de respuestas y las promesas imposibles son los líos de mañana y los impuestos del futuro.
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En la vigilia de un año comicial, la estrategia de los “martes electorales” se concreta en una fórmula: en los mítines de fin de semana se anuncian, por sorpresa, medidas que –sin solución de continuidad– son aprobadas en Consejos de Ministros y publicadas en el Boletín Oficial del Estado.
La receta –viernes sociales– ya fue ensayada en la precampaña de las generales de 2019 y su uso electoralista fue denunciado, sin éxito, ante la Junta Electoral Central (JEC). Fuentes gubernativas zanjan la discusión, “el Gobierno tiene que seguir gobernando”, lo que no ha impedido ahora a la JEC –tras dos avisos previos– abrir un expediente sancionador a la portavoz del Ejecutivo.
Con la vista puesta en las generales de final de año, el primer cruce de guantes municipales y autonómicos, con el socorrido escudo social como estandarte, pisa el acelerador –13.000 millones de euros– y afianza posiciones.
El noble objetivo de convertir “la causa de la vivienda” en el “quinto pilar del estado de bienestar” (para hacer realidad lo que dice el artículo 47 de la Constitución), tiene un pero y es el ventajismo que subyace a comprometer la construcción, póstuma, de cien mil viviendas, pocos días antes del recuento de sufragios.
La gente que se queja del clientelismo político es posible que desconozca que, en los años 90, un gobernador peronista –paradigma de cautivo voluntario– obsequiaba con un zapato antes de los comicios y si ganaba entregaba el otro. Aquí, aún está por llegar, aunque a la chatarra argumental se haya añadido la camiseta con mensaje.
Cuando el votante se pregunta ¿qué prometerán en octubre, viajes a la Luna?, el estupor es comprensible, porque un país que no deja de aumentar su déficit y que, en momentos de aumento de la recaudación por la inflación, sólo piensa en gastárselo, conduce a hacer más endémica una Deuda Pública (113 %), con “viento a toda vela”.
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La lluvia de ofrendas se podía haber hecho antes. Lo único que ha conseguido es una deuda astronómica que resulta aún más inasumible con los tipos de interés subiendo mes a mes.
De ahí que, ante un goteo sin escrúpulos, la opinión más inquieta se pregunte por las garantías y la seguridad que ofrece el Estado de derecho al ciudadano. Y la Unión Europea ¿es que no dispone de mecanismos de control para ocurrencias que bordean abusos de poder y suponen una losa para las próximas generaciones?
Tampoco conviene hacerse muchas ilusiones, cuando resulta que se han bendecido, sin rechistar, la audaz reforma de las pensiones y los encriptados proyectos de los fondos europeos. ¿De dónde va a salir el dinero para tantas promesas como se están ofreciendo? ¿Están basadas en alguna memoria económica?
No cabe duda de que somos un país muy rico, o mejor dicho, tiramos de tarjeta de crédito, porque ricos no somos cuando tenemos una deuda –que sobrepasa el billón y medio de euros– que tendremos que pagar nosotros, los ciudadanos. Pero lo preocupante no es tanto los que se dedican a hacer promesas, con el dinero de todos, como que muchos ciudadanos les creen. Le viene a uno el recuerdo cuando la UE auditó Grecia, que en el hospital de Atenas había 100 jardineros en nómina, para dos setos.
Desde que la austeridad y moderación en el gasto pasó a llamarse “austericidio” y el despilfarro “gasto social”, se han batido récords históricos de déficit y deuda pública (1,5 billones; 400.000 millones más desde el estreno del gobierno de coalición).
Se ha acentuado el paroxismo de ofertas pasmosas: semana laboral de 4 días; “herencia universal” (20.000 euros) al cumplir los 18 años; subvención, a jóvenes entre 18 y 30 años, para “viajar este verano en tren por toda Europa”; donativo a jubilados para que acudan los martes al cine a un precio rebajado (dos euros la entrada) o creación de una App para contabilizar las tareas del hogar entre hombres y mujeres.
Esto de gastar el dinero en lo que a uno le interesa, hay que cambiarlo de alguna forma. No es posible que un partido o un candidato se compre la campaña electoral con el dinero del Estado. Sólo queda por proponer que el voto a su formación desgravará en el IRPF.
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Nuestra democracia –imperfecta y disfuncional– se encuentra en un estado de desasosiego a causa del deterioro institucional, la polarización y el dominio resuelto de las técnicas del populismo, que no dejan espacio para proponer ni para deliberar.
Como recordatorio para los votantes, no es ocioso delimitar con precisión los perfiles de quién es quién en la refriega electoral. El trueque de leyes en favor de los delincuentes, a cambio de sus votos; la sociedad en comandita, con partidos que desean la desaparición de España; la reforma del Código Penal con la complicidad de malversadores y sediciosos; la anulación de las sentencias del Tribunal Supremo a los sediciosos catalanes… no han sido, precisamente, un dechado de lealtad democrática.
Todo ello no hace más que contribuir a que el despecho hacia los gobernantes persista “in crescendo”, en tanto el independentismo vasco y catalán, aunque a su aire, siga “in diminuendo”
La logorrea desplegada no llegará a puerto en tiempo útil. Pero el objetivo de evitar la derrota —avanzadilla para culminar la colonización de instituciones insumisas— revalida el conglomerado empeñado en cancelar al adversario al que, despectivamente, llaman el régimen del 78, el de la Transición y la Constitución.
A la espera de los primeros (y segundos) resultados, nadie se rinde. Tampoco el clientelismo, que prosigue con las promesas de un reparto masivo de fondos y transferencias de renta, con el afán de evitar –mediante cualquier concesión– que el otro gobierne, bien superior a preservar.
En su día, François Mitterrand y Jacques Chirac ya desarmaron la inocencia subyacente: “Las promesas electorales sólo comprometen a quien se las cree”.
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