En medio del bosque, tras un camino estrecho de altos árboles, se llega al Auska Hotel. Un viejo armazón de hormigón cercano a la costera ciudad lituana de Palanga. Dentro nos atiende Vilma, la recepcionista, que se sorprende cuando le decimos que estamos allí porque aquel viejo edificio se construyó para ser la casa de vacaciones del presidente de la Unión Soviética (1964-1982) Leonid Brézhnev. ¿Cómo saben eso? “Una amiga, al saber que hacemos un reportaje sobre la huella rusa, nos contó ayer en Vilnius [capital] que su abuelo construyó la piscina interior de agua de mar para el mandatario ruso”, le explicamos. “Conseguir traer el agua del Báltico fue una complicadísima obra de ingeniería”, nos había dicho la lituana Giedre.
La amable Vilma se ofrece a enseñarnos la habitación de Brézhnev y la piscina que se hizo construir. El entorno, las instalaciones y decoración recuerdan a una película de espías de los tiempos del telón de acero. El papel estampado de las paredes, las lámparas setenteras que cuelgan del techo, la moqueta, los relieves de las piscinas… Vilma nos lleva hasta la propia estancia, hoy una suite, preparada para que durmiera el, en su época, otro emperador del mundo. “Brézhnev nunca llegó a venir. Murió justo antes de que la obra se acabara”. ¿Los lituanos vienen aquí, conocen la historia? “La gente mayor no viene porque le recuerda el periodo soviético y eso no le gusta. La gente más joven viene más porque tiene curiosidad. Esto debería ser un museo, pero no se le da valor”, responde con pena.
Fuera hay una terraza con mesas de bar y una pasarela de arena, entre dunas de frondosa vegetación, que llevan hasta el mar Báltico. En la playa hay una larga zona nudista por la que pasean hombres y mujeres con y sin ropa con total naturalidad. El nudismo era algo aceptado en este norte de Europa, Lenin lo practicaba, hasta que el ‘estricto’ Stalin lo prohibió y convirtió en delito. La escena muestra que esta es una Europa desconocida para la mayoría de occidentales en la que nada es como dictan los estereotipos. Empezamos un viaje por las tres repúblicas bálticas, Lituania, Letonia y Estonia, la tierra que teme y rechaza al perenne enemigo ruso.
El museo de los horrores de la KGB
En la capital lituana, Vilnius, frente a un largo edificio blanco de piedra, unas pantallas en la calle sirven de marco para exhibir dibujos coloridos pintados por niños. Los escolares pintaron su país y lo hicieron con banderas de su patria, gente celebrando la independencia, la torre de la televisión… y edificios en llamas, trenes que llevan y traen deportados, tanques con banderas rusas y soldados amenazantes con el escrito CCCP (Unión Soviética). Los dibujos están a la puerta del Museo de las Víctimas del Genocidio, un edificio que albergó las celdas de la temida KGB soviética. Un siniestro espacio en el que se interrogó, torturó y ejecutó a miles de disidentes desde 1940 a 1991 (incluyendo los tres años de control de los nazis entre 1941 y 1944) durante el tiempo del régimen comunista. Las cifras estremecen: hubo entre 20.000 y 25.000 muertos en prisión y 28.000 fallecidos más tras ser llevados a los temidos ‘gulags’. Hubo cerca de 200.000 deportados. Los nazis en tres años, en medio de la II Guerra Mundial, superaron esos números y acabaron con 280.000 personas, de ellas 200.000 judíos, y deportaron otras 60.000, pero el edificio recuerda sobre todo los 50 años de dictadura soviética, tatuados como una pesadilla en la memoria colectiva del país.
Cada estancia del museo narra explícitamente esas cuatro décadas de grilletes a ideas y credos. “Aquí se practicaban las torturas. Los muros acolchados absorbían los gritos y llantos de los prisioneros”, nos dicen en una oscura sala en la que se ve una camisa de fuerza. En otra sala, explican, los prisioneros se colocaban de pie en un pedestal estrecho rodeados de agua helada. Cada vez que el cansancio les vencía caían dentro del hielo. Todos esos cuartos están en el sótano, donde en otra estancia se reproduce un vídeo de los tiros en la nuca que recibían allí algunos disidentes cuyos cadáveres lanzaban por una estrecha ventana a camiones.
Casi nadie en el país, al menos de una edad, quiere olvidar ese convulso periodo por el miedo de que se pueda volver a repetir. Las amenazas las sienten cerca. “Yo soy bielorrusa y mi esposo lituano. Vivimos en Londres y venimos cada verano a pasar en estas tierras las vacaciones. Pero ya no podemos pasar la frontera”, nos dice una pareja de mediana edad que cena con su hija en el restaurante Etno Dvaras. ¿No pueden ir a Bielorrusia? “No, yo no puedo entrar en mi país. Me detendrían en cuanto pusiera un pie allí por ser considerada una espía o disidente”, señala ella.
Sin embargo, hay también una generación joven que, sin olvidar, pretende pasar página: “A veces es demoledor que en Europa solo tenemos voz para hablar de Rusia, no tenemos otra agenda. Debemos pasar ya página. Pero sentimos que la UE no entiende este problema. Nuestras quejas suenan repetitivas, pero tampoco tenemos peso en otros asuntos”, señala una joven miembro del servicio de Asuntos Exteriores lituano. Esa sombra del Kremlin en Lituania tiene un lugar especialmente sensible, Kaliningrado, un extraño enclave ruso entre Polonia y Lituania. ¿Podemos cruzar allí? “No, está absolutamente prohibido. La frontera, sin un permiso, está cerrada y militarizada”, nos explican en el bellísimo istmo lituano de Curlandia.
Lituania anunció en 2017 el gasto de 3,6 millones de euros para levantar allí una de esas vallas de dos metros de altura, apoyada por drones, que florecen por el globo para proteger una frontera. Los tanques, aviones o misiles rusos no parece que tendrían problemas en superar 200 centímetros de muro. “Es un plan estúpido”, fue el resumen de Eugenijus Gentivals, líder opositor liberal lituano, ante el proyecto de defensa de su Gobierno.
A 180 kilómetros de allí, antes de cruzar a Letonia, visitamos uno de los grandes símbolos del país: el santuario de la Colina de las Cruces. Decenas de miles de crucifijos de todos los tamaños que los lituanos, de mayoría católica, veneran también como símbolo de la libertad que llegó tras la era soviética. El Kremlin intentó varias veces derribar esa colina, hasta planeó inundarla con una presa, por temor a una libertad de credo que la dictadura de Moscú no toleraba. Curiosamente, el día que visitamos ese sorprendente lugar del que brotan miles de crucifijos, hay varios soldados españoles colocando una cruz. “Es una tradición de nuestras tropas. Cada vez que se acaba una misión de la OTAN, los integrantes venimos y plantamos una”, nos dicen. Hay efectivamente otras cruces con emblemas militares de otros batallones españoles, y también de italianos, polacos…
El país de los apátridas
Tras Lituania, entramos en Letonia, el quinto país con más apátridas del mundo. En el parque central de la capital, Riga, junto al Monumento de la Libertad, hay una serie de paneles que cuentan explícitamente el proceso de independencia de Moscú. La ilegalización del Partido Comunista de Letonia, la detención de sus dirigentes y la expulsión de todo vestigio soviético están, 30 años después de los hechos, expuestas con fotos y textos en medio de uno de los lugares más icónicos de la ciudad. Como en Lituania, la sensación es que se pretende que nadie olvide lo ocurrido, solo que aquí hay una enorme comunidad que para poder olvidar los sucesos debería olvidarse de sí misma. “En Riga, más de la mitad de la población somos de ascendencia rusa”, nos indican en un restaurante ruso del casco histórico.
Según los datos de Acnur, que recogía en un reciente artículo la web Newtral, en 2020 había 209.168 apátridas en el país. Se trata de población rusa que ha quedado en un limbo legal de difícil solución al no conseguir naturalizarse letones. “Hay más de un 10% de no ciudadanos viviendo en este país”, nos indican. Sus derechos son limitados. No tienen pasaporte, no pueden votar u ocupar cargos públicos, ni tampoco formar parte de la Administración, Ejército o Fuerzas de Seguridad. Tienen, sin embargo, los mismas obligaciones que el resto de sus vecinos.
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EFE
En realidad, lo que Letonia busca es “ajustar cifras”. Según la web minorityrights.org, la comunidad rusa “supone un 25% de la población del país”. Solo en 1959, llegaron al país 400.000 inmigrantes de otras repúblicas soviéticas. Por entonces, la lengua letona era secundaria y se favorecía el ruso en las escuelas. Al igual que en Lituania y Estonia, el país sufrió deportaciones constantes durante la dominación soviética. “La mayor deportación masiva ocurrió en 1949, cuando aproximadamente 119.000 habitantes —solamente en Letonia—, generalmente exitosos pequeños granjeros independientes y sus familias, fueron detenidos y enviados a Siberia. Se estima que solo entre el 15-20% de ellos sobrevivió”, explica la investigadora Isabel Stanganelli en un extenso trabajo sobre lo ocurrido en las repúblicas bálticas. La profesora califica así los hechos: “La política de rusificación instaurada por Moscú llegó al etnocidio o limpieza étnica”.
Letonia, al desintegrarse la URSS y por miedo a tener el enemigo en casa tras décadas de dominio militar ruso con una fuerte migración interior, decidió aplicar el ‘ius sanguinis’ (se adquiere la nacionalidad por tener sangre de esos países) frente al ‘ius solis’ (se adquiere la nacionalidad si se nace en el país). En Letonia, donde en su capital el idioma ruso se escucha y usa por todas partes, el problema es que se ha creado una enorme bolsa de personas que una noche se acostaron siendo ciudadanos de un estado y a la mañana siguiente no formaban parte de ninguno.
Ahora son ellos los que se sienten rechazados en su casa, hoy de otros. “Es evidente que hay una discriminación de la comunidad que habla ruso en Letonia. Nos están oprimiendo y vamos a reaccionar”, advirtió la europarlamentaria ruso/letona Tatjana Zdanoka, exmiembro del Partido Comunista de Letonia que se opuso al proceso democratizador en 1991. Esta mujer casi resume el laberinto legal del país. No puede presentarse a un cargo en Letonia, pero sí en Bruselas.
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EFE
Lo ocurrido en Crimea, una parte de Ucrania ocupada recientemente por Rusia tras invocar Moscú derechos históricos y ser étnicamente rusos la mayoría de la población, ha generado un precedente peligroso para todas las exrepúblicas soviéticas. Rusia y sus aliados, mientras, presionan a sus países vecinos. La última arma que ha encontrado es la migratoria. Bielorrusa ha abierto recientemente un corredor de migración ilegal, proveniente de Asia Central y Oriente Medio, con el que recuerda a sus vecinos, Letonia y especialmente Lituania, que no deben apoyar a los opositores bielorrusos y sus demandas democráticas. Ambos países han acusado a las autoridades bielorrusas de “lanzarles” miles de inmigrantes a sus fronteras. Muchos en Lituania y Letonia ven detrás la mano del presidente Putin, sin el que el presidente bielorruso, Aleksander Lukashenko, creen que no se atrevería a retarles.
Fuera de Riga, la memoria de los años de sometimiento soviético y rechazo al comunismo es el mismo. En la bellísima ciudad medieval de Cesis, cuya fortaleza fue rusa hasta 1918, hay un rincón que recuerda las víctimas del dominio soviético con nombres y apellidos. “Entre 1940 y 1990, 4.703 ciudadanos de Cesis fueron víctimas de la represión, 643 murieron”, explican. Justo enfrente hay una placa en un edificio que dice: “La rama en Cesis de la comunista organización opresora, Cheka, estaba en este edificio. Aquí la gente era humillada, torturada y sus casas, familias, libertad y vidas les eran quitadas”.
Estonia: el amenazante muñeco de nieve
Cuando se cruza a Estonia, se pasa a un pequeño país de desarrollo sorprendente. Tras parar a comer unas truchas que deben atrapar con una red los propios clientes en un estanque —hasta para pescar aparentan ser ordenados—, nos dirigimos a la ciudad de Tartu, la madre intelectual del país. Las partes modernas de las afueras de la urbe asemejan una ciudad estadounidense de grandes centros comerciales y amplias avenidas. Su casco histórico, sin embargo, es pequeño, cuidado y sede de la universidad más antigua del país, fundada por el Rey Gustavo II de Suecia en 1632. Desde ahí, de alguna manera, se ha construido un relato identitario complicado. Estonia y sus dos repúblicas hermanas son tierras que prácticamente siempre han estado dominadas por otros.
La lengua es parte clave de la identidad patria. Hasta 1918, cuando Estonia goza de su primer periodo de independencia, que duró hasta 1940 en que fue de nuevo ocupada por los soviéticos, las clases en la universidad se habían impartido en alemán o ruso. En 1918, la Universidad de Tartu, por primera vez, imparte clases en estonio. Diez años más tarde, se levanta una estatua del Rey sueco Gustavo II de alguna manera para remarcar el pasado sueco que se prefería al periodo de dominación de los zares que se extendió desde 1721 hasta 1918.
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Aquella universidad ejemplifica que construir una identidad, para un pueblo que carece de una histórica libertad propia, puede hacerse apoyándose en el enemigo opresor: Rusia. “No es que pensamos cada día en ello. La gente vive su vida, miramos a Europa, pero sabemos que Putin está ahí y que es una amenaza”, nos señala Evelyn Kaldoja, periodista estonia y redactora jefe de la sección de internacional del periódico ‘Postimees’, creado en 1857.
La estatua de Gustavo II que contemplamos, según leemos, tiene una curiosa historia. Los rusos intentaron borrar el hecho de que aquel centro educativo hubiera sido construido por los suecos. Ellos alardeaban de haberlo creado tras cerrarlo durante un siglo y reabrirlo en 1802. Los estonios refutaban esa idea y en los años 60 los estudiantes crearon un muñeco de nieve que se parecía a la estatua retirada por los soviéticos del rey sueco. Intervino la KGB, que calificó el acto como subversivo.
La amenaza rusa es, por tanto, una amenaza de identidad de una potencia que siempre ha pretendido esas tierras. Putin forma parte del viejo fantasma de zares y dictadores desde los tiempos del medieval pueblo Rus. “La gente sabe que es un autócrata, pero lo es de un país extranjero y no podemos hacer nada”, apuntilla Kaldoja.
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De camino a Tallin nos desviamos al lago Peipus, frontera natural con Rusia. Allí, en 1242 tuvo lugar una batalla sobre un lago helado que fue clave para delimitar los confines de esta parte de Europa. Los rusos derrotaron a los poderosos caballeros teutones en la llamada “Batalla del Hielo”, sobre las aguas congeladas del Peipus, y rechazaron la invasión germana como harían de nuevo 700 años después.
No tenemos tiempo de ir a Narva, la ciudad más rusa de Estonia y la tercera más grande del país. “Allí se celebran festivales y fiestas rusas. La gente lleva banderas rusas y hasta de época soviética con la hoz y el martillo”, nos explican. El 95% de los habitantes de Narva, la última ciudad estonia fronteriza con Rusia, hablan ruso, y el 83% son de etnia rusa. La ciudad tiene una estatua de Lenin, un viejo tanque soviético y el recuerdo de sus bombardeos masivos y posterior repoblación de la urbe con familias llegadas de la URSS tras la victoria en la II Guerra Mundial.
Pero nosotros finalmente llegamos a la moderna y bellísima capital, Tallin. Allí se tiene la sensación de tocar la piel de una pujante y avanzada nación con niveles de vida aparentes muy superiores a los de buena parte de la Europa occidental. Estonia es, tras Letonia, la otra República Báltica con un número alto de población rusa, cerca al 25%, lo que genera fricciones. El pasado 24 de febrero, Día de la Independencia, la presidenta Kersti Kaljulaid encendió los ánimos de la comunidad rusa con un discurso que algunos calificaron de racista al hablar de “ellos” y “nosotros”. Parece, sin embargo, que hay una mejor integración en Estonia que en Letonia entre ambos grupos étnicos.
“Después del colapso de la Unión Soviética, el 32% de los residentes se quedaron sin ciudadanía y se convirtieron en titulares del llamado Pasaporte de Extranjero. Desde entonces, este número se ha reducido al 6,1%, y muchos de los que antes eran apátridas han solicitado con éxito la ciudadanía estonia”, explica un informe sobre el problema. El proceso en todo caso es lento. “En 2020, 773 personas obtuvieron la nacionalidad estonia, 41 más que el año anterior. 497 de ellos eran apátridas y 205 rusos”, explicó el Ministerio del Interior del país en diciembre pasado. “La mayoría de apátridas son personas mayores que no han aprendido estonio, y no han podido obtener la nacionalidad estonia (es requisito), pero tampoco han querido ya molestarse en pedir la nacionalidad rusa”, nos señala Kaldoja.
Tallin tiene también sus viejos búnkeres soviéticos y su museo de la KGB para recordar abusos, pero la ciudad tiene su propio emblema, el castillo de Toompea, que corona el centro histórico. Allí encontramos, por enésima vez en esta ruta en coche por tres países, una referencia que ha sido constante durante todo el viaje: la Guerra de Livonia.
Se trata de un conflicto del siglo XVI que enfrentó a Dinamarca, Suecia y la Mancomunidad de Polonia y Lituania contra las tropas del zar ruso Iván IV, que pretendían ocupar las actuales Letonia y Estonia. Finalmente perdieron los rusos, y aunque después los zares y las tropas soviéticas ocuparon repetidamente estas tierras, en esa victoria, de la mano de la otra Europa de la que hoy forman parte, hay una identidad pasada y futura de la que se sienten orgullosos: la de ser libres y haber vencido a un gigante.
source Viaje a las repúblicas ‘matagigantes’ del Báltico: huellas de una amenaza que no cesa